Por muchos años que pasen Mary Poppins genera una extraña mezcla entre pavor y dulzura para las generaciones que crecimos con ella. Una mujer que aparece no se sabe de dónde pero sí como, volando aferrada a un paraguas con mango en forma de cabeza de pájaro que habla y un maxi bolso con la capacidad del océano. Una especie de institutriz, joven, bella y un poco tocada del ala viendo su forma de actuar, como si fu forma de entender la vida -extraterrestre para una sociedad tradicional y cerrada de mollera- fuera normal. Y ahí está el kit de la cuestión: una de las enseñanzas de Mary Poppins radica en que mientras uno crea en lo que hace y viva su forma de ser y hacer como natural, no hay mundo ajeno y externo que pueda contrariarle.
Con Mary Poppins aprendimos a andar con la espalda erguida, a pedir por favor y dar las gracias, a que lo aburrido puede ser interesante y las obligaciones, divertidas. Y comenzamos a apostar por ese concepto desconocido para un niño: actitud ante la vida. Con actitud todo es posible. Podemos pasar los tragos más amargos con una sonrisa -“con un poco de azúcar esas píldoras que os dan pasarán mejor”-.
Los pájaros y el clima pueden jugar en nuestro bando, para cantar al son de nuestros pensamientos o ambientar nuestros estados de ánimo. Podemos recoger la habitación rápido y con coherencia -y quien dice habitación dice poner en orden nuestra cabeza o nuestras vidas-; solo hay que saber dónde queremos colocar cada cosa -y a cada quién-.
Pero también aprendimos que los adultos no son los malos, solo olvidaron ser niños. Que los padres no son solo exigentes con sus hijos, que también lo son con ellos. Y que no lo saben todo, es que también tienen miedo. Aprendimos que los tópicos existen porque las sociedades los alimentan y que mamá es cariñosa y papá es trabajador, pero también que el trabajo de mamá es duro haga lo que haga y que papá también necesita mimos.
Vimos cómo los hermanos que pelean son los mejores aliados, que hay que respetar a los mayores y que de nada sirve decir mentiras, menos todavía cuando más creces. Comenzamos a relacionar el viento y la lluvia intempestiva con los momentos tristes y la noche con las decepciones. El son con los buenos ratos y el viento suave con las nueva oportunidades. Creímos poder volar y arreglar el mundo con un chasquido de dedos. De nuevo todo, absolutamente todo, es cuestión de actitud.
Y también nos dejamos envolver por la magia, por las tizas de colores que en el suelo fabrican mundos llenos de universos con amigos dispares que te esperan, te siguen y te quieren. ¿Os suena? ¿Pintar en lienzos en blanco, virtuales, únicos, propios, un mundo propio, lleno de los colores, las formas y el contenido que nos identifica? ¿Relacionarse con tantos tienen sentido y encajan en ese espacio, en esa brecha que hemos abierto a base de esfuerzo y disfrute? ¿Crear un lenguaje propio que hable de nosotros?
Mary Poppins encontraba en su bolso lo inimaginable, exactamente aquello que hacía falta -y algunas cosas que no hacían falta, también, la verdad-. Es decir, creaba sus propios recursos y compartía contenidos únicos, sorprendiendo a cuanto por su camino se cruzara. Y, lo mejor, sin pretenderlo apenas.
Pues todos tenemos tizas y bolsos, ilusiones y sueños, plataformas y redes, pasiones y aficiones, público y amigos. Todos somos un poco de Mary y un poco de Ppoppins. Y todos tenemos derecho y capacidad para contar en palabras y en números. Todos tenemos la perfecta medida de lo que podemos llegar a ser. Ser influencer es haberlo comprendido y darse la oportunidad de disfrutarlo.
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