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7 min read | abril 2, 2015

La cruz de Judas

La cruz de Judas

No hay bueno sin un malo malísimo. Y por estas fechas Judas Iscariote es de los mayores por antonomasia, el gran traidor, el pragmático despiadado. Pero precisamente por antagonista, tan necesario para escribir las líneas de la Historia de las religiones y la propia visión de la Humanidad. Tan imperfecto, tan víctima de sí mismo, de sus actos y, finalmente, de sus remordimientos…

Sin ánimo de abordar su nombre y papel desde una perspectiva bíblica, nos quedamos hoy, como humanos también, con una lectura interesada. Sin opción a herir susceptibilidades.

Hay quien dice que Dios hizo el pecado para después mostrarnos su piedad y así hay pecadores con una moraleja detrás de sus miserias. Judas da nombre al peor de los besos, a la peor de las traiciones, a la peor de las banalidades, al peor de los instintos. Y también al más grande de los pesares, el de saberse indigno, arrepentido y vacío.

Usamos a Judas como reflexión de las grandes… A veces nos creemos dioses, capaces de todo y por encima de todos. Vamos a la nuestra, buscamos el mayor beneficio, seguimos nuestro camino caiga quien caiga. Pero en la vida real y virtual del Siglo XXI, cualquier decisión pesa, cualquier acción cuenta y, al final, sucumbimos a nuestras responsabilidades. Hay errores explicables, pero no siempre justificables.

Podríamos vendernos todos los días por un puñado de monedas, negar no tres, sino mil veces lo que somos y a quien decimos seguir. Podríamos, de hecho, seguir a alguien por fines diferentes a la identificación personal con su mensaje o sin más razón que la propia inercia de cualquier rebaño o, más bien, bandada de pajarillos azules…

Podríamos arrepentirnos de actos, palabras, gestos, silencios y ausencias. Por “aquello que dije o no contesté”, “aquello que no puedo ya borrar”, “aquello que siempre habrá alguien que me recuerde”. Esto pasa como celebrity o hijo de vecino y, también, como tuitstar o recién estrenado blogger.

Última cena

Lo cierto es que según cuentan, Judas Iscariote fácil fácil no lo tuvo para ser diferente a lo que resultó siendo. Cuando naces marcado por una visión y se espera de ti lo peor, remontar parece misión imposible… Su madre tuvo una revelación: sería el culpable de la muerte del redentor. Y le abandonó. Judas, se ha escrito y escrito, pasó su vida robando y matando hasta llegar a ser discípulo de Jesucristo, no se sabe muy bien cómo, por qué ni cuándo. Ni desde luego, cómo era posible que acabara siendo el tesorero -¡precisamente el tesorero!-. Pero también en el grupo de ‘los elegidos’ siguió robando al Maestro. Ahí no había Hermano Mayor ni Pedro Aguado que encauzara el tema…

Judas, pues, llegó tarde a su propio arrepentimiento, culpable de señalar a la guardia a Jesús con un beso para que acabaran con su vida. 30 monedas -ciclos- de plata fue la recompensa de los sacerdotes judíos. Las mismas que ya no pudo devolver queriendo deshacer el pecado.

Trasladando tanta miseria a nuestros días, resulta que no somos tan distintos desde el principio de los tiempos, de leyendas, de mitos, de moralejas. Pero sí tenemos algo único y es que ahora, más que nunca, tenemos la oportunidad de escribir nuestras propias historias, sin visiones originarias que valgan sobre quiénes somos y lo que haremos.

Más medios jamás se imaginaron, más capacidad de elección y más opciones de saber qué queremos, con quién queremos y por cuánto lo queremos. Y lo que no tendría perdón -el más cruel, el propio- es no adquirir el compromiso con uno mismo de estudiar bien dónde ponemos nuestro nombre, con qué queremos identificarnos y adónde queremos llegar con ello. ¿Te vas a conformar con unas monedas? ¿Tu fin último merece que te traiciones? ¿Lo que haces y quien eres no merece el mayor de los mimos?

La vuelta de tuerca de todo esto sería: no seamos nuestro propio Judas, no nos engañemos creyéndonos más que un dios, no lo somos. No nos arrepintamos de no haber respetado nuestro propio liderazgo, el que otros nos otorgan. Es, al fin y al cabo, una cuestión de fidelidad y respeto, en primer lugar por uno mismo; seguidamente, por quienes nos están observando.

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